En la fe pascual de María vemos que Dios conduce la historia hacia una plenitud de vida y de resurrección, a pesar de los síntomas de retroceso y muerte que pueden observarse.
Aunque los Evangelios no mencionan a María en ninguno de los episodios pascuales, el acontecimiento central de nuestra redención fue para ella tan luminoso e iluminador como para los demás testigos. María comprendió a la luz de la Resurrección todo el alcance de los acontecimientos precedentes.
Durante los días de Pascua, la Iglesia la recuerda sustituyendo la oración del Angelus por aquella antífona más propia que la saluda así:«Reina del cielo, alégrate, porque el Señor verdaderamente resucitó».
Aunque personas cercanas a ella, como el discípulo Juan, con quien fue a vivir después de la muerte de Jesús, son testigos explícitos del Resucitado, una vez más en los textos bíblicos se guarda silencio respecto de María.
A la hora de buscar explicaciones para una omisión tan notoria, no se puede ignorar esa calidad creyente que María exhibe desde el comienzo y a lo largo de todo el Evangelio. Mientras otros titubean a la hora de optar por Jesús, María ha otorgado su sí de una vez para siempre.
Estaba tan identificada con Jesús que, para creer en Él y afirmar su Resurrección, no necesitaba de una demostración especifica al estilo de las que se reservan a los apóstoles, los cuales llegan gradualmente y a lo largo de muchas dificultades hasta la afirmación de que Jesús es el gran viviente. La comunicación íntima entre María y su Hijo, el Resucitado, parece que se da por supuesta.
Podemos dar por sentado que María, la madre de Jesús, la compañera constante de su hijo desde el comienzo hasta el final de su éxodo, la humilde sierva del Señor tan hondamente introducida en el misterio de la salvación, a través de Jesús y por la misma acción del Espíritu Santo, no tuvo las mismas dudas ni experimentó las mismas dificultades que Pedro, Tomás, María Magdalena, los discípulos de Emaús y otros.
Ella, nuestra madre espiritual, es el prototipo de la fe pascual de toda la Iglesia. Absolutamente identificada con la pasión y muerte de Jesús, lo esta también con su Resurrección.
Por lo anterior, mientras más cerca permanezcamos junto a María al pie de la cruz, mayor será también nuestra participación en el gozo pascual de María y nuestra fidelidad al camino trazado por ella, el camino hacia la plenitud de la fe.
La plenitud de la fe fue para María el principal fruto de la resurrección. Sólo después de este acontecimiento le fue dado resolver esa madeja de misterios que antes había vivido desconcertadamente, aunque siempre inclinada hacia Dios en actitud de acatamiento y obediencia. Finalmente, a la luz del clima postpascual, María fue ubicando cada instante de su existencia y la de su hijo en un esquema general de lógica divina.
Aunque los evangelistas, quienes también escribieron a la misma luz, le adelantaron al momento de la Anunciación esa claridad absolutamente diáfana, lo cierto es que una evidencia tal sólo pudo adquirirla con la venida del Espíritu en Pentecostés.
La Resurrección del Señor tiene para nosotros las mismas consecuencias que para la Virgen. Como María, sabemos que, más allá de la cruz y de la muerte, está la vida y la restauración. A pesar de muchos retrocesos y contradicciones, Dios tiene un proyecto regenerador a gran escala. Frente a la totalidad esta la libertad, y frente a la muerte siempre está la vida.
Pidamos al Señor, que seamos como ella: pregoneros de luz y anuncios vivos de alegría pascual. Que no nos desoriente el aparente avance de la muerte, ni nos venza el pesimismo
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