Imagina por un momento que eres María:
Sabías lo que era una flagelación. Todos lo
sabían. Pero ahora era tu Hijo el que la estaba sufriendo. Veías Su cuerpo desgarrado.
Resulta imposible ver esta tortura, pero Tú no
ocultas el rostro. Yo tampoco quiero apartar mis ojos. Quiero que mis ojos a
fuerza de mirar se rompan en un mar de lágrimas sinceras; quiero que mi corazón
de piedra, a base de sentir su amor, se vuelva un corazón de carne (Ez 11,19;
36,26). Todos deberíamos entrar al patio de la flagelación y contemplar a Jesús
sufriente. Tal vez entonces, y solo entonces, comprenderíamos el Amor que el
Padre siente para con nosotros.
La flagelación sola hubiera matado a Jesús.
Muchos hombres caían exánimes en un charco de su propia sangre. Jesús resistió,
porque aún le quedaban las manos y los pies para el destino de la cruz; pero
sobre todo, porque aún le quedaba amor y capacidad de sufrimiento para nosotros,
los pecadores.
Tú, María, lo sigues camino al Calvario, y
cuando ningún otro se queda al pie de la Cruz, allí estás Tú, junto a otras
mujeres y Juan, el discípulo amado. Contemplas a tu Hijo diciendo sus últimas
palabras y entregándote como Madre de Juan y de todos los hombres.
Quiero pedirte hoy, Madre Santa, que me ayudes a
darle mi “sí” al Señor igual que lo hiciste Tú, a contemplar la
flagelación, a romper en llanto al comprender cuán grande y verdadero es el
Amor que Dios nos profesa; a acompañar a Cristo en el camino a la Cruz,
a no abandonarlo, a no negarlo.
Ayúdame a mirar esos ojos hasta el último
suspiro y a acogerte en mi casa igual que hizo Juan; ayúdame a sufrir con
paciencia igual que Tú sufriste las primeras persecuciones.