lunes, 8 de abril de 2013

Síntesis Mariana


Presenta lo más brevemente posible el papel maravilloso de colaboración confiado a María en la economía total de nuestra salvación. Si se quiere, puede utilizarse en el acies como acto colectivo de consagración, o -si se omite el primer párrafo- en otras ocasiones.



     Reina nuestra, Madre nuestra:
     La pausa momentánea delante de tu estandarte nos dio tiempo sólo para una declaración breve de nuestro amor.
     Ahora tenemos más libertad para dejar que nuestros corazones se expansionen, y conviertan ese pequeño acto de consagración en una profesión más plena de nuestra fe en ti.
     Nos damos cuenta de la inmensidad de nuestra obligación para contigo.
     Tú nos diste a Jesús, fuente de todo nuestro bien.
     Si no fuera por ti, estaríamos todavía en la tiniebla de un mundo perdido, de un mundo bajo la antigua sentencia de muerte.
     De aquel extremo de miseria ha querido rescatamos la divina Providencia.
     Fue de su agrado hacer uso de ti en ese misericordioso designio, asignándote una parte que no podía ser más noble.
     Aunque dependiente en absoluto del Redentor, tú fuiste constituida su compañera, acercándote a Él más que criatura alguna, y hecha indispensable para su obra.
     Desde toda la eternidad estabas tú con Él en la intención de la Santísima Trinidad, participando en su destino:
     preconizada con Él en la primera profecía, como la Mujer de quien Él nacería; asociada a Él en las súplicas de cuantos esperaban su advenimiento;
     unida con Él por la gracia mediante tu Inmaculada Concepción, que portentosamente te redimió;
     acompañándole en todos los misterios de su vida mortal, desde el mensaje del ángel hasta la cruz;
     establecida con Él en la gloria por tu Asunción;
     sentada a su lado en su trono y administrando con Él el reino de la gracia.
     Entre todo el género humano, eras tú la única bastante pura y fuerte en la fe y en el espíritu para ser la nueva Eva, que, con el nuevo Adán, se tomaría el desquite de la Caída.
     Tu oración, llena ya del Espíritu Santo, trajo a Jesús a la tierra.
     Tu voluntad y tu carne le concibieron.
     Tu leche le nutrió.
     Tu amor sobrehumano le envolvió, y le hizo crecer en años, y en fuerza y sabiduría.
     Tú, en verdad, moldeaste a quien te hizo a ti.
     Y, al llegar la hora ordenada para el sacrificio, tú, en el Calvario, entregaste libremente al divino Cordero a su misión y muerte redentora, sufriendo con Él la plenitud del dolor, semejante al suyo.
     Dolor tal, que hubieras muerto juntamente con Él si no estuvieras reservada para poder velar sobre la Iglesia naciente.
     Habiendo sido por todo el curso de la Redención su ayudante indispensable, no has sido menos necesaria para Él en la economía cristiana.
     Tu maternidad se extendió para recibir a todos aquellos por quienes Él había muerto.
     Haces el oficio de Madre para la humanidad, lo mismo que para Él, porque somos uno en Él.
     Cada hombre queda encomendado a tus pacientes desvelos, hasta que, por fin, lo engendras tú a la vida eterna.
     Así como fue ordenado -para el cumplimiento del plan de nuestra salvación- que tú fueses instrumento en cada una de sus partes, así se ordenó que tu estuvieras incluida en nuestro culto.
     Hemos de apreciar lo que tú has hecho, 
     y mediante nuestra fe, nuestro amor, nuestro servicio, 
     hemos de procurar reconocerte debidamente. 
     Habiendo declarado de este modo la magnitud y la dulzura de nuestra deuda para contigo,
     ¿qué más hay que decir, sino repetir de todo corazón: "Somos todo tuyos, Reina nuestra, Madre nuestra, y, cuanto tenemos, tuyo es"?




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